22/10/2022
La llegada de los primeros automóviles a cualquier país marca un hito en su historia de transporte y desarrollo. En Argentina, este momento crucial se remonta al año 1888, un período donde las calles aún estaban dominadas por carruajes tirados por caballos y la idea de un vehículo autopropulsado parecía sacada de la ciencia ficción. Pero, ¿cuál fue realmente el primer auto en Argentina? La respuesta no es tan simple como parece, ya que dos vehículos arribaron casi simultáneamente, desatando una nueva era y, al mismo tiempo, generando curiosidad, escepticismo y hasta supersticiones.

En aquel lejano 1888, dos pioneros se atrevieron a importar estos extraños artefactos. Uno de ellos fue don Dalmiro Várela Castex, quien trajo consigo un triciclo de la marca “De Dion Bouton”. Paralelamente, el doctor Eleazar Herrera Motta importó otro vehículo desde los Estados Unidos, un pequeño automóvil de la marca “Holzman”. La información disponible sugiere que el doctor Herrera Motta pudo haber sido el primero en desembarcar su máquina, aunque el “De Dion Bouton” de Varela Castex gozaría de un historial mucho más destacado y brillante en el incipiente panorama automovilístico argentino.
El destino de estos dos pioneros vehículos fue radicalmente diferente, casi como si uno estuviera predestinado al éxito (relativo para la época) y el otro a una serie de infortunios. El pequeño “Holzman” del doctor Herrera Motta, apenas pisó el puerto de Buenos Aires, fue enviado de inmediato a Chilecito, en la provincia de La Rioja. Lejos de la efervescencia (o el escepticismo) de la capital, su vida útil en manos de su importador fue corta.
Tiempo después, el doctor Herrera Motta decidió vender su “Holzman” a un señor llamado Laprosa por la suma de $3.000. Este precio representaba una pérdida considerable, ya que el doctor había pagado cuatro mil pesos más por él. La transacción no fue el fin de las desventuras del “Holzman”. Al poco tiempo, el señor Laprosa también quiso deshacerse del vehículo. ¿La razón? Parece que alguien le había infundido la idea a su esposa de que el auto estaba “engualichado”, es decir, embrujado o con mala suerte. Además, la modernidad y el funcionamiento de aquel artefacto no encajaban del todo en el místico y tradicional ambiente lugareño de Chilecito. Así, Laprosa lo vendió a un chileno llamado Erauzin, esta vez por la aún menor suma de $1.500.
El valor del pobre “Holzman” continuaba decreciendo con cada venta, reflejando quizás no solo su estado mecánico (que según se cuenta, ya funcionaba “poco y mal”), sino también el recelo y la falta de comprensión que generaba. El doctor Herrera Motta, su dueño original, ya había recibido duras críticas en La Rioja por introducir semejante “endiablado artefacto”. Se trataba, en realidad, de un automóvil eléctrico, accionado por cuatro baterías cuya recarga era muy inferior a lo deseado, lo que sin duda contribuía a sus problemas de funcionamiento.
Antes de ser vendido a Erauzin, el pequeño vehículo había estado un tiempo abandonado “debajo de una tapera”. A pesar de esto, el chileno Erauzin sintió curiosidad y decidió comprarlo. El recibo de venta de Agesilao Laprosa a Nicolás Erauzin es un testimonio de la época y del sentir popular hacia el vehículo: “He recibido del amigo Nicolás Erauzin la suma de 1.500 patacones por la venta de un carrito a fluido eléctrico que no ha traído más que disgustos, aclaración que hago, para no malquistarme con el amigo Erauzin en el día de mañana. Firmado Agesilao Laprosa.” Un documento que subraya la importancia de la amistad y la honestidad sobre el mero negocio, incluso al vender un objeto que solo había causado problemas.
El insensato Erauzin, lejos de dejar el “Holzman” en paz, decidió desarmarlo y, a lomo de mula, cruzar la cordillera con sus partes. El destino del pequeño automóvil norteamericano parecía ser el de seguir viajando y causando conflictos. Erauzin lo llevó a Coquimbo, en Chile, donde también enfrentó problemas. Según el relato de don Germán de Navarrete y Concha de la Torre en su escrito “Chileneando” de 1901, la llegada del automóvil causó la furia de su mujer, quien le propinó una terrible paliza. Una vez recuperado de sus heridas, Erauzin, harto del “monstruo maléfico”, lo vendió a un paisano por la ridícula suma de 330 escudos. El autor de “Chileneando” siguió los pasos desgraciados de este auto viajero y los conflictos que, sin querer, provocaba.

El nuevo dueño, Leonor Ibarra Videla, un “marchante santiaguino”, recibió las cajas con los restos del “Holzman” y se dedicó a la tarea de armarlos. Logró recargar los acumuladores en Santiago y el vehículo, aunque con grandes dificultades, volvió a andar. Sin embargo, la desconfianza que generaban estos aparatos no se limitaba a Argentina. Los vecinos de Santiago, “de ordinario piadosos y afables”, también comenzaron a mirar el auto con recelo. La historia del “Holzman” termina de manera abrupta y misteriosa: unos “rotitos” (término chileno para referirse a personas de condición humilde), pagados por razones desconocidas, hurtaron los acumuladores del carruaje. Leonor Ibarra Videla sufrió una penosa enfermedad que lo llevó a terminar sus días en el hospicio de Santiago, y el “fatal carruaje” simplemente desapareció. El “Holzman” se esfumó, privado de su propósito original: andar.
Mientras tanto, en Buenos Aires, la historia del otro pionero, el “De Dion Bouton” de Dalmiro Várela Castex, tomó un rumbo distinto. Varela Castex no solo fue uno de los primeros en traer un automóvil, sino que también tuvo el honor de ser el primer argentino que circuló por las calles porteñas en uno de estos exóticos vehículos. Su interés por el automovilismo no se detuvo con el triciclo. En 1892, importó un Benz a caldera. En 1895, sumó un Daimmler con encendido por incandescencia. Y en 1896, le llegó un Decauville con motor a explosión de gasolina. Este último es el que aparece en fotografías de la época junto a su familia, consolidando la presencia del automóvil en la capital.
Siguiendo la estela de Varela Castex y Herrera Motta, otros pioneros se aventuraron en la “prodigiosa aventura del automóvil”. Figuras como Guillermo Feheling, Joaquín Anchorena, Molinari, Uriburu, Carlos Goffre, Pancho Radé, Marcelo T. de Alvear, entre otros, se sintieron atraídos por estas ruidosas y novedosas máquinas. Sin embargo, a pesar de la llegada de estos vehículos, el carruaje de caballos siguió siendo el amo y señor de Buenos Aires por bastante tiempo.
La percepción inicial del automóvil en la sociedad porteña era, en general, negativa y llena de escepticismo. Un contemporáneo de don Dalmiro describía cómo pocos abrigaban esperanzas sobre el futuro de estos coches. Marchar por las calles entre nubes de polvo y humo apestante era considerado algo propio de “desequilibrados o lunáticos”. Ya era suficiente para los pacíficos porteños soportar los tranvías tirados por caballos bajo la férula de mayorales malhumorados, como para que ahora se intentara transformar las calles en “un callejón de la muerte” con estos nuevos aparatos.
Se tenía la peor de las ideas del automóvil. Se le atribuían todos los males posibles e imaginables, sumado a la insolencia y altanería de los conductores, quienes a menudo vestían gabanes de pieles y grandes antiparras. La llegada de estos vehículos y sus conductores contrastaba fuertemente con la vida cotidiana de la ciudad.
La importación de automóviles, a pesar del recelo inicial, comenzó a crecer. Los vistas de aduana, siempre atentos a nuevas fuentes de ingresos, notaron la demanda. El Ministerio de Hacienda, viendo una oportunidad para gravar este “lujo”, le asignó un impuesto Ad Valórem del 50%. A esto se sumaban las enormes patentes municipales, justificadas con el propósito de “poner a salvo a la pacífica población de tan endemoniados vehículos” (según rezaba la disposición de aduana). Poseer un automóvil se convirtió en un lujo accesible solo para quienes tuvieran las rentas de un “Creso” (un rey legendariamente rico) para solventar tantos impuestos y patentes.

A pesar de las dificultades y el escepticismo, la presencia del automóvil se fue consolidando. Para el año 1900, la importación alcanzó la cifra de 129 máquinas, superando el centenar de vehículos en circulación. La mejora en la eficiencia de los motores y la creciente pericia de los conductores contribuyeron a generar más confianza y apoyo por parte del público aficionado.
En 1905, con cerca de medio millar de automóviles, las carreras de autos ya se habían convertido en una pasión, al menos para un sector de la sociedad. Se disputaban pruebas, como la que tuvo lugar en un parque del barón De Marchi, donde se impuso un Decauville de doce HP. Figuras como Marcelo T. de Alvear, quien sería presidente de Argentina años después, era un verdadero fanático del automovilismo desde sus inicios. Había importado su primer vehículo en 1898 y en 1901, al volante de un Locomobile a vapor, venció a Aarón de Anchorena en una carrera en el Hipódromo Argentino. Pero el primer gran héroe popular del automovilismo pionero fue Juan Cassoulet, quien protagonizó un raid uniendo la Capital Federal con Bahía Blanca por rutas de tierra llenas de peligros.
Estos incipientes balbuceos del automovilismo argentino tenían un marcado carácter deportivo. A fines del siglo XIX, a nadie se le ocurría que el automóvil pudiera ser un vehículo de trabajo o uso masivo. Esto explica el gran número de competencias y desafíos que se organizaban, muchas de las cuales solo sobreviven en la tradición oral. La primera carrera llevada a cabo oficialmente data de 1904, año en que se fundó el Automóvil Club Argentino (ACA), marcando el inicio de una nueva etapa para el automovilismo en el país.
En resumen, aunque la historia exacta sobre cuál de los dos autos llegó primero en 1888 sigue siendo objeto de debate, lo cierto es que tanto el triciclo De Dion Bouton de Dalmiro Varela Castex como el automóvil Holzman del doctor Eleazar Herrera Motta comparten el honor de ser los primeros vehículos autopropulsados en pisar suelo argentino. Sus historias, una de consolidación en la capital y otra de desgracias y desaparición en el interior y más allá de las fronteras, reflejan los desafíos, la curiosidad y el impacto inicial de la llegada de la era automotriz a la Argentina.
Vehículo | Tipo | Importador | Año Llegada | Destino Inicial |
---|---|---|---|---|
De Dion Bouton | Triciclo | Dalmiro Várela Castex | 1888 | Buenos Aires, uso y posteriores importaciones |
Holzman | Automóvil eléctrico | Eleazar Herrera Motta | 1888 | Enviado a Chilecito, múltiples ventas, terminó en Chile |
Preguntas Frecuentes sobre los Primeros Autos en Argentina
¿Cuándo llegaron los primeros automóviles a Argentina?
Los primeros automóviles llegaron a Argentina en el año 1888.
¿Quiénes fueron los importadores de los primeros autos?
Los primeros importadores conocidos fueron don Dalmiro Várela Castex, quien trajo un triciclo De Dion Bouton, y el doctor Eleazar Herrera Motta, quien importó un automóvil Holzman.

¿Cuál de los dos autos llegó primero?
No hay certeza absoluta. Es posible que el doctor Eleazar Herrera Motta haya sido el primero con su Holzman, pero el De Dion Bouton de Varela Castex tuvo un historial más relevante en el país.
¿Qué le sucedió al automóvil Holzman?
El Holzman fue enviado a Chilecito, vendido varias veces por precios decrecientes, considerado de mala suerte, y finalmente desarmado y llevado a Chile, donde terminó desapareciendo.
¿Cómo fueron recibidos los primeros autos en Buenos Aires?
Inicialmente, fueron vistos con escepticismo y desconfianza. Se consideraban ruidosos, contaminantes y su uso era asociado con personas excéntricas. Además, enfrentaron altos impuestos y regulaciones.
¿El De Dion Bouton de Varela Castex fue el único auto que importó?
No, Dalmiro Varela Castex continuó importando vehículos en los años siguientes, incluyendo modelos de Benz, Daimler y Decauville.
¿Cuándo empezaron las carreras de autos en Argentina?
Las carreras de autos se convirtieron en una pasión para algunos aficionados alrededor de 1905, aunque la primera carrera oficial se llevó a cabo en 1904, coincidiendo con la fundación del ACA.
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